La omnipresencia del acrónimo en la literatura sobre management sugiere que no nos queda más remedio que habitar (y gestionar) una realidad estresante, sometida a la volatilidad, la incertidumbre, la complejidad y la ambigüedad. Pero hay quien sospecha que se está forzando la realidad para adaptarla a la narrativa de la industria de las tecnologías de la información y la comunicación, que sólo representan alrededor del 6% del valor añadido del PIB en las economías avanzadas.
Vivimos, al parecer, en un mundo VUCA. No se trata de un planeta situado más allá de Orión, sino de este que todavía llamamos Tierra, pero en unas circunstancias especiales resumibles en cuatro palabras: volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad. La suma de las iniciales de sus equivalentes en inglés produce uno de los acrónimos que mayor fortuna ha hecho en la literatura del management.
Su generalización ha multiplicado incluso los más sesudos análisis académicos, como este “Clarifying the conceptual map of VUCA: a systematic review” del International Journal of Organizational Analysis. Está tan claro que vivimos en un mundo VUCA, que necesitamos un sofisticado mapa para movernos por él.
¿O no está tan claro? Algunos empiezan a cuestionar lo que, según se mire, puede parecer un mero lugar común. Demasiado común. Desgastado. Y, peor aún, desgastante.
El mantra hace que el culto a la disrupción se apodere de la gestión y que los ejecutivos de las empresas se sientan como héroes de capa y espada.
Greg Satell, profesor en Wharton, cofundador de la consultora ChangeOS y autor del bestseller Cascades: How to Create a Movement that Drives Transformational Change, acaba de lanzar en su web un torpedo a la línea de flotación del concepto.
Comienza rastreando sus orígenes hasta detenerse en un momento culminante. 1946. Acaba de terminar la Segunda Guerra Mundial y la revista Fortune dice en su número de noviembre: «Imagínese una fábrica tan limpia, espaciosa y en continuo funcionamiento como una central hidroeléctrica. En la planta de producción no hay hombres”.
Recuerda Satell que, a partir de entonces, “el mundo entró en un nuevo mundo de producción en masa y venta al por menor masiva. Luego vinieron la revolución verde, la carrera espacial, la genómica, los ordenadores, Internet y ahora la inteligencia artificial”, hasta llegar a un presente en el que “se ha convertido en un artículo de fe que todo va más rápido”.
Sin embargo, “las pruebas son sorprendentemente escasas”, por lo que el autor niega la mayor: “La verdad ineludible es que algunas cosas van hoy más deprisa y otras más despacio. No hay, ni deberíamos querer, más cambios que antes”.
El culto a la disrupción
Desde que Jack Welch se hizo cargo de General Electric en los años 80, el culto a la disrupción se ha apoderado de la ética de gestión. “Los expertos dicen que debemos ‘innovar o morir’. Los directivos se sienten presionados para lanzar nuevas iniciativas, pivotar y volver a pivotar, porque la competencia se ha vuelto tan rabiosa que ‘sólo sobreviven los paranoicos».
Los datos cuentan una historia muy diferente. Según un informe de la OCDE, los mercados se han concentrado más y son menos competitivos, con menos rotación entre los líderes de cada sector. Y el número de empresas jóvenes también ha disminuido notablemente, pasando de aproximadamente la mitad del número total de empresas en 1982 a un tercio en 2013.
El modelo de Silicon Valley no funciona fuera del software y los aparatos de consumo. En industrias con poca tolerancia al fracaso, como la manufacturera y la sanitaria, no se puede ir deprisa y romper cosas porque lo más probable es que se rompa algo importante.
Un estudio exhaustivo de 2019 de la Oficina Nacional de Investigación Económica de EEUU encontró dos tendencias correlacionadas, pero contrapuestas:
- El aumento de las empresas «superestrellas».
- La caída de la participación de la mano de obra en el PIB.
O sea, que la industria típica tiene menos actores, pero más grandes. Su mayor poder de negociación da lugar a más beneficios… y a salarios más bajos.
A Satell todo esto le huele a chamusquina: “Con todo el bombo que se da a cosas como la inteligencia artificial, puede parecer difícil de creer. Sin embargo, una vez que se empieza a pensar en dónde se gasta realmente el dinero (comida, vivienda, sanidad, viajes, etc.), la realidad es que la mayor parte de la economía tiene que ver con átomos y no con bits y, si se investiga un poco más, se descubre que esas industrias son, en su mayor parte, menos competitivas”.
Conclusión: las disrupciones no están afectando a las industrias, sino a las personas. La desigualdad de ingresos y riqueza se mantiene en máximos históricos. La ansiedad y la depresión, ya en niveles epidémicos, empeoraron durante la pandemia de Covid-19.
No todo es digital
El fondo del problema está en que “en las últimas décadas, innovación se ha convertido en sinónimo de tecnología digital. Cuando surge el tema de la innovación, alguien suele señalar a una empresa como Apple, Google o Facebook en lugar de, por ejemplo, una empresa de automóviles, un hotel o un restaurante”. Siete de las diez empresas más valiosas del mundo son digitales.
Esto se debe en gran medida a la convergencia de dos fuerzas:
- La Ley de Moore
Se ha repetido hasta la saciedad la multiplicación exponencial del número de transistores que hemos sido capaces de meter en un microchip. Pero “nuestra capacidad para lograrlo está chocando con las limitaciones de la física. El avance de los chips convencionales ya se ha ralentizado y, en algún momento, se detendrá por completo”.
2. El aumento de los beneficios.
Un artículo de W. Brian Arthur en publicado en 1996 por la Harvard Business Review, aseguraba que, en determinadas condiciones, como una elevada inversión inicial, costes marginales insignificantes y efectos de red, conducen a «mercados en los que el ganador se lo lleva todo y la empresa más rápida obtiene beneficios increíbles». No obstante, matiza el Pepito Grillo del VUCA, “las tecnologías de la información y la comunicación sólo representan alrededor del 6% del valor añadido del PIB en las economías avanzadas. El modelo de Silicon Valley simplemente no funciona fuera del software y los aparatos de consumo. En los sectores con poca tolerancia al fracaso, como la industria manufacturera y la sanidad, no se puede ir deprisa y romper cosas porque lo más probable es que se rompa algo importante”.
El artículo crítico recuerda que no es casualidad que VUCA sea un término militar: “El mantra siempre presente de que vivimos en una época de volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad hace que los ejecutivos de las empresas se sientan como héroes de capa y espada. La verdad es que hay muy pocas pruebas de que sea así y una verdadera montaña de lo contrario”.
Contra el “Evangelio del Cambio”
En cambio, hay pruebas de que toda la parafernalia en torno al cambio está causando un daño real. Los líderes “evocan imágenes dramáticas de ‘plataformas on fire’ para justificar el lanzamiento de iniciativas ambiciosas, que rara vez tienen éxito. Estos fracasos se presentan entonces como confirmación de lo acuciante que es realmente la necesidad de cambio y se lanzan más iniciativas con resultados similares”.
La tecnología sigue una curva en forma de ‘S’, que empieza lentamente y llega a una fase exponencial en la que avanza muy deprisa antes de estabilizarse de nuevo. Y siempre hay varias de estas curvas en marcha: algunas empezando, otras acelerando y otras se ralentizándose.
Esto es lo que Satell denomina “el Evangelio del Cambio”. Con demasiada frecuencia, la transformación se ha convertido en un fin en sí mismo, en lugar de ser un medio para alcanzar un fin. “Pivotamos tanto que acabamos justo donde empezamos. El problema de animar al cambio es que termina poniéndose el carro delante del caballo. La gente no adopta el cambio porque se le haya ocurrido un eslogan extravagante, sino que adopta lo que le parece significativo, lo que crea un valor genuino para su vida y su trabajo”.
¿Cuál es la alternativa? “Tenemos que reverenciar más lo mundano y lo ordinario. Si nos fijamos en épocas anteriores en las que se produjo una transformación más genuina y se generó mucho más valor económico, se hablaba mucho menos de disrupción y se prestaba mucha más atención a la mejora de la condición humana”.
En definitiva, la innovación debe estar al servicio de las personas, no al revés.
Gente como Satell ha acercado la lupa al proceso hasta descubrir una historia distinta: “Katalin Karikó publicó su primer artículo sobre la tecnología de ARNm utilizada para fabricar las vacunas en 1990. No consiguió subvenciones para financiar su trabajo y, en 1995, le dijeron que podía dirigir sus energías de otra manera o ser degradada. Aceptó el descenso, lo superó y, una década más tarde, empezó a cosechar éxitos”.
Nadie niega que la tecnología del ARNm avanza muy deprisa: “Los laboratorios están recibiendo fondos para curar o prevenir una amplia gama de enfermedades, desde el cáncer hasta la malaria, de una forma mucho más eficaz que cualquier otra cosa que hayamos visto antes. Se están produciendo revoluciones similares en la computación cuántica, el descubrimiento de fármacos y materiales y otros campos”.
Pero todo esto no tiene nada de habitual. De vez en cuando se producen picos de innovación: “Hace tiempo que se sabe que la tecnología sigue una curva en forma de ‘S’, que empieza lentamente y llega a una fase exponencial en la que avanza muy deprisa antes de estabilizarse de nuevo”. Si miramos la Historia con atención podemos encontrar otros ejemplos: “Después de que la penicilina se comercializara en 1945, entramos en una edad de oro de los antibióticos y los científicos descubrieron rápidamente docenas de compuestos que podían combatir las infecciones, antes de que las cosas se ralentizaran”.
Siempre hay varias curvas S en marcha. “Algunas empiezan, otras se aceleran y otras se ralentizan. Señalar las que se están acelerando e ignorar todo lo demás puede ser emocionante, pero no es la forma de obtener los mejores resultados”. La realidad es lo que tiene.