Las ética de las organizaciones es también la ética de sus profesionales

Yolanda Romero9 mayo 202512min
etica
Cuenta el profesor Antonio Marina que suele hacer la siguiente pregunta a sus alumnos de postgrado de filosofía que yo os traslado para que sabotee cual “coyote” a nuestro “correcaminos cognitivo” y hagamos juntos un reset de los 10 minutos que dura esta lectura. La pregunta es: ¿Son todas las opiniones respetables? La respuesta de Marina, con la que estoy plenamente de acuerdo, es NO. Lo que debemos respetar son a las personas que las dicen y el derecho a decirlas sin que haya censura, pero la respetabilidad de las opiniones depende del contenido de las mismas. Las opiniones pueden ser injustas, ajenas a la verdad, irresponsables o estúpidas etc., porque si todas las opiniones son respetables, si todas valen, ¿cómo diferenciamos lo correcto, lo justo o lo ético? ¿Cómo diferenciamos la verdad?

 

No podemos hacer una abdicación del pensamiento crítico con el panorama geopolítico, social y de mercado laboral que tenemos, y aunque más prosaico, tampoco con lo que se vierte en las RRSS, en concreto en las más profesionales. Precisamente he leído estos días un post que comentaba el caso de una persona que trabaja en una empresa de cierto país donde la conciliación era tal que puede poner en su outlook que, estando teletrabajando, sale a media mañana a la peluquería o a pasear al perro y toda la empresa lo puede ver, y que hay confianza en el empleado porque para eso está la dirección por objetivos. El post terminaba con la queja sabida: eso en España no se puede hacer y es una faena.

No cabe duda que sería un escenario idílico, basado en el empowerment, en la responsabilidad personal y en la honestidad, pero entre la multitud de comentarios que tubo este post que criticaba a la empresa española por retrógrada, alguno había que cuestionaba que para que se diera esa coyuntura el comportamiento del empleado tendría que ser ejemplar y muy ético, y formulaban la siguiente pregunta: si fuera tu empresa, y te jugaras tu dinero, conociendo la coyuntura de absentismo actual en nuestro país, ¿lo harías?

¿Buen planteamiento verdad? Para que demos por válidas ciertas opiniones han de venir acompañadas de una buena argumentación que valide tanto sus orígenes como las implicaciones que conlleva las mismas, así como que tenga en cuenta el contexto real donde aplicar la opinión y no una mera extrapolación emocional sin análisis. No podemos validar ciertas opiniones y darles like de buenas a primeras, sobre todo si eres un referente en una red social, porque impactas y mucho, porque con el contenido que publicamos contribuimos a dar rienda suelta a creencias laborales, expectativas y sobre todo generar mucha frustración cuando la realidad no se parece en nada al contexto en el que se ha emitido la opinión. Pero, sobre todo, no lo “debemos” alimentar porque, en el fondo, en este tipo de actuaciones no hay ética, ni estética; es pura cosmética.

 

Es por eso que me gustaría hoy hablar hoy de ética, de virtud, de honestidad con uno mismo, de pensamiento crítico, de verdad y postverdad. No lo puedo remediar, cuando tengo sobredosis opiniones en RRSS injustas, irresponsables y estúpidas recurro a los clásicos en busca de los esenciales, en busca de sentido para desintoxicarme.

 

¿Conocéis el mito del «Anillo de Giges»? Es un mito presentado en «La República» de Platón, que describe la historia de Giges, un pastor que descubre un anillo que lo hace invisible. Giges se da cuenta del poder y cuando el grupo de pastores van a palacio a informar al rey sobre el ganado, utiliza el anillo en su beneficio para seducir a la reina y con su ayuda matar al rey y apoderarse del trono. Ya sabéis que en la Grecia clásica eran unos fuera de serie en esto del drama y el storytelling, los mitos eran el Netflix de la época.

El mito de Giges se utiliza para explorar la idea de hasta qué punto somos honestos, si lo somos porque somos justos por naturaleza o si solo lo somos por el miedo a las consecuencias. Al hacernos invisibles, el anillo nos ofrece la posibilidad de no ser vistos y, por tanto, de no ser juzgados, ser libres para hacer lo que realmente queremos hacer sin asumir las consecuencias. Y aquí es donde nos debemos plantearnos una pregunta muy radical: ¿Qué harías si encontraras el anillo? ¿Lo destruirías? ¿Te lo quedarías? Y si te lo quedas, ¿por qué y para qué? «Um, porque me fio de mí y prefiero tenerlo yo, así lo retiro del mal uso que puedan hacer otros” podría ser una respuesta, pero si ese es tu objetivo, ¿no te asegurarías mejor de eso si lo destruyeras? Algo nos dice que lo que deberíamos hacer es destruirlo para evitarnos tentaciones propias y ajenas (siglos de influencia clásica han dejado poso en la cultura occidental), ¿pero lo haríamos? Esta pregunta nos deja un gran interrogante entorno a nuestra disposición ética. Por ahondar, ¿responderíamos lo mismo en público que a nosotros mismos en intimidad?

La palabra ética provine de la palabra griega “êthos” que quiere decir «carácter», y la primera tarea de la ética es forjar el carácter de las personas y, por ende, de las estructuras que formamos: las sociedades y las organizaciones. Los seres humanos nacemos con un temperamento natural no elegido, pero a lo largo de la vida vamos adquiriendo unas predisposiciones que nos hacen actuar en un sentido u otro; por ejemplo, la predisposición a actuar con justicia o con injusticia. Cuando estas predisposiciones tienden a actuar para “bien” se llaman virtudes, del griego «areté» (ἀρετή) que se traduce generalmente como «excelencia» o «virtud».

 

La virtud es una disposición del ánimo que nos invita a actuar de una determinada manera y se define y cobra sentido siempre con relación a otros, con el comportamiento que tenemos en sociedad, en equipo, en pareja. Esto quiere decir que la ética, como dice la filósofa Adela Cortina, no es subjetiva sino intersubjetiva, porque se hace entre los sujetos, en sociedad, en colectivo. Es decir, hay “verdades objetivas” que se han construido entre todos y que la sociedad acepta y que beneficia a muchos.

 

La ética como disciplina filosófica nos habla de la libertad de elección, de cómo debemos elegir desde nociones clave como la justicia y la injusticia, la igualdad o desigualdad, lo correcto o lo incorrecto, el bien y el mal, y siempre como fin último para obtener felicidad. Para Aristóteles la felicidad se alcanzaba con el ejercicio de la virtud, y digo ejercicio porque es pura praxis y acción, comportamiento que decimos en RRHH, no teoría académica. En el ámbito corporativo y de mercado, en las redes sociales profesionales surgen muchos contextos, espacios indeterminados y abiertos a variables que depende de cómo elijamos y nos comportemos determinarán unos resultados u otros.

 

Y es que la ética y la falta de ella ha jugado un papel relevante a lo largo de la historia de la humanidad, tanto en las pequeñas acciones como en las grandes decisiones.

 

Hoy la ética está puesta en cuestión, debilitada porque se ha difuminado “esa verdad objetiva”, esos hechos comunes que nos acercan a una verdad compartida, intersubjetiva de la que hablaba antes. Hoy estamos en tiempos de “posverdad”, ese término que el diccionario Oxford identificó en 2017 como el más importante a nivel internacional, si bien su origen se remonta a la década de 1990. Lo acuñó el dramaturgo serbio -estadounidense Steve Tesich en un artículo publicado en la revista The Nation. La postverdad se traduce como “la imposibilidad de alcanzar verdad alguna dada la falta de criterios de contraste de información; implica verdades que se contradicen; verdades que ya no dependen de los hechos o de la lógica, sino que se enraízan en las emociones. La postverdad es casi exclusivamente afectiva, viralizada en el medio digital y facilitada por un lenguaje audiovisual cercano al lenguaje del espectáculo ¿os suena? Su impacto y alcance se explica gracias a la viralización de los contenidos sobre todo las redes sociales, que no puede ser corroborados debido al constante y acelerado flujo de información al que estamos sujetos. Esto genera un discurso fragmentado (no colectivo) que no permite buscar juntos una verdad común coherente y compartida. Y con esto ¡ya está! Ya tenemos servidas en bandeja las fakes news, y los posts llenos de colorinchis, vídeos llamativos ofreciendo el Nirvana y afirmaciones contundentes al estilo drama griego.

Pero lo cierto es que SÍ hemos logrado como sociedad verdades objetivas, acuerdos colectivos en las sociedades y organizaciones en los que nos hemos puesto de acuerdo en lo que nos conviene o no como seres humanos y como miembros de una comunidad. Un ejemplo claro: la Declaración Universal de los Derechos Humanos; y otro ejemplo más: cualquier manifiesto de una organización y su política de valores siempre y cuando la siga. En ambos debe haber ética y estética, porque si no, de nuevo, nos vamos al maquillaje corporativo, que cada vez necesita más “primer” para que se sostenga.

No podemos y no debemos conformarnos con el mantra de “la postverdad”; la reflexión ética, en valores y virtudes profesionales van a jugar un papel clave en los próximos años en la construcción de las marcas personales y de empresa, sobre todo con la incorporación de la inteligencia artificial como elemento aún ambiguo en el contexto empresarial.

 

Al igual que ocurre con el talento, la coherencia, la consistencia y la congruencia de los profesionales como la base de su comportamiento ético impactará de forma directa a la perdurabilidad y sostenibilidad de las organizaciones.

 

Os dejo una última reflexión: ¿Cómo elegir el camino ético? Y aún más complicado: ¿Cómo hacer que otros lo elijan cuando estamos viendo que a la gente que no hace lo correcto y no mide sus impactos no le va tan mal o incluso tiene éxito? Ese es nuestro gran reto como personas y profesionales. Podemos y debemos hacer nuestra la filosofía ácida y manifiestamente crítica del gran Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si no le gustan tengo otros”.

 


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