La paciencia nunca me falla aunque me ponga de los nervios. Así es, palabrita de paciente sufridora. Se puede ser puro nervio y ser aprendiz del curso longlife learning “cómo convivir con los tiempos, con los propios y con los ajenos”. Porque de eso trata la paciencia, no de servir la venganza en plato frío, ni de cumplir el juramento de “esta te la guardo”, ni siquiera de esperar a que el tiempo nos ponga a cada uno en nuestro sitio. No sé si la paciencia, como dice Viggo Mortensen, es una forma de inteligencia o más bien una forma de supervivencia.
Si lo pienso bien, a mí me vale y de mucho para, cuando las personas se convierten en melones, no abrirlos antes de tiempo. Lo de darles oportunidades es un derecho hecho a su medida y lo de “la paciencia tiene un límite” también. Cuando la situación se reconduce y el melón se queda en pepino respiro profundamente. Pero ¿y cuando madura y se convierte en mermelada negra y agria?
Entonces me surge la duda que siempre me corroe: ¿Es objetiva la paciencia? No, en absoluto. Entonces, ¿cómo se objetiva cuando hay que tomar decisiones de hasta aquí hemos llegado? Ni idea. Mi barómetro es “el no puedo más”, el cansancio emocional de haber estirado las oportunidades más allá de mis posibilidades. Hay a quien, por mucho que lo intentemos, no podemos salvar porque no hay por dónde cogerlo. O ponemos coto a nuestra paciencia o nos pudrimos con él.
La paciencia tiene su emoticono y no es el del yogui tranquilo 🧘🏻♀️ sino el de la desesperación contenida 🙄, porque no es sinónimo de tranquilidad pero ayuda a conseguir el equilibrio que puede favorecerla. Al principio pesa como buen incordio pendiente, pero a medida que la practicas te aligera de mochilas que no tienes por qué cargar. Lo has intentado, has dedicado tu tiempo, tu atención y hasta tu aprecio al melón así es que no te fustigues, toma la decisión más justa o menos injusta, deja ir o fuerza a salir.