¿Y si siempre trabajáramos para evitar cualquier tipo de error, por más nimio que sea? Ese es el modo de vida 7 x 7 x 365 en deportes de alto rendimiento como la gimnasia artística y deportiva, el patinaje artístico y la natación sincronizada, entre otros. Estar en el foco del error en este tipo de trabajo en equipo no es una voluntad caprichosa de quien entrena, sino una exigencia para lograr la excelencia en cada uno de sus miembros. Cuando hablamos de asumir el error como aprendizaje corporativo ni las empresas ni los empleados tenemos la menor idea de lo que verdaderamente significa comprometerse con una cultura de mejor versión profesional individual y colectiva.
A decir verdad, el alto rendimiento es un concepto que también se ha trasladado -o pretendido hacerlo- al ámbito empresarial, con más parte de propuesta comprada que de resultados obtenidos. En mi humilde opinión, son varios los factores que hacen imposible sostenerlo en el tiempo ni tampoco sobre las mismas bases. Primero, porque ni de lejos tienen la misma épica; segundo, porque tampoco tienen la misma ni parecida recompensa; y tercero y más importante, porque la presión por conseguir la excelencia no está hecha para los que mejores habilidades, conocimientos y competencias tienen sino para los que más tesón, capacidad de aprendizaje y humildad tienen para aprender de lo que hacen mal y de lo que no saben; incluso añadiría que para los que se prestan a que alguien les cuestione quiénes son y quiénes pueden llegar a ser.
La épica de la orientación al logro en el trabajo no existe ni tiene porqué existir. Existe la satisfacción con el trabajo bien hecho y/o los resultados conseguidos (pongo y/o porque no necesariamente el primero conduce al segundo ni el segundo parte del primero), y se trata de una satisfacción que es tanto más pasajera cuando menos se satisface la necesidad de reconocimiento.
El propósito no basta para movilizar la voluntad en la relación laboral, porque las reglas del juego las marca el muy legítimo el “tú me das, yo te doy” en un equilibrio que, además, es muy fácil de descompensar por ambas partes. El reconocimiento no pueden ser aplausos internos convertidos en palmaditas en el hombro. En cambio, en la relación deportiva (al menos en las disciplinas que son más espectáculo que negocio) hay un objetivo mayor que el del trabajo bien hecho o el de la medalla conseguida (de la retribución ni hablo): es el de esa mezcla indescriptible de superación personal y de orgullo de representación. Todos para uno y uno para todos. Y los aplausos alimentan.
En las empresas, el alto rendimiento, si existe, es un sprint, mientras que en el deporte es un desempeño de largo recorrido. El compromiso personal ha de existir en ambos, pero con diferentes grados de inspiración intrínseca y extrínseca. Las nadadoras de sincro saben que sus entrenamientos son un escrutinio a sus errores y se prestan a la presión en virtud de un objetivo que les compensa, pero una tensión tal no se puede trasladar a la vida laboral, no hay nada que haga que la compense. ¿Nada? Absolutamente nada. La excelencia corporativa es una quimera de consultoría, que sobre plano aparenta pero que es imposible de escalar. Es un cualquiera sobre todos y todos sobre cualquiera, porque el error no se asume, se produce para escabillerse de él. Por eso estamos atascados en las Cartillas Rubio y el reaprendizaje de los básicos para un desempeño ramplón.