Por Maite Sáenz, directora de ORH.- Siempre ha habido un cierto desfase entre las expectativas de reconocimiento de muchas personas y la realidad de su desempeño profesional, pero la distancia ahora es abisal. El “porque yo lo valgo” es el argumento que subyace en los que recurren a la incomprensión como actitud para evitar asumir que nunca deben dejar de aprender. Son víctimas de una fácil tentación, la de haberse olvidado de calcular la ecuación de los derechos como resultado y de aplicar en ella los coeficientes del esfuerzo, el mérito y la aportación de valor.
Lo que me importa hoy de esta actitud no es glosar sus causas sino sus efectos cuando la queja de los pidones se instala en la organización. Soy consciente de que la que voy a dar es la visión de una de las caras de la moneda, pero a la otra ya le he dedicado no pocos editoriales como este y, de verdad, se merece un respiro. Somos un país de poca “desbandada” y más “brazos caídos”, y eso imprime carácter a la cultura de nuestras empresas, porque la cultura la hacemos todos y no sólo los que mandan con su ejemplo.
Los jefes, los líderes, los managers… tienen la difícil papeleta de gestionar actitudes y no siempre consiguen que la suya se contagie.
Para muchos mandos es frustrante predicar en un desierto de mentes cerradas a todo aquello que no sea “qué hay de lo mío”. La letra de los cursos de comunicación asertiva, feedback positivo y psicología inversa se les queda en literatura de management facilón y aplicabilidad incierta. Un curso más para engrosar el cv y menos tiempo para nutrir el día a día, que siempre se queda escaso y se manifiesta apretado. El dicho de “si uno no quiere dos no pelean” también se declina en “si uno no quiere dos no se entienden”, y en esta coyuntura, todos sufren.
El ejercicio de gestión en modo frontón agota la voluntad del gestor. Quiere colocar la pelota en el espacio preciso, a la velocidad adecuada y con la fuerza medida para no romperla, pero es que se quiebra sola porque la debilidad psicológica que estamos viviendo como segunda pandemia juega en su contra. Son dos contra uno. La vulnerabilidad del pidón es cuestión de piel muy fina y no saber encajar un no, un fracaso o una corrección le provoca una reacción en cadena de inseguridades, ansiedades y, en el peor de los casos, somatizaciones. Sufren, sufren mucho (los pidones, digo), pero también hacen sufrir. El jefe, que tiene su resiliencia pero que no es psicólogo de profesión, cae en el síndrome del impostor, se siente responsable de la ansiedad del pidón y cae él mismo en su propia depresión. La empatía en demasía le pierde. Las preguntas se le acumulan: ¿En qué me estoy equivocando? ¿Soy mal jefe? ¿Son sus neuras mi culpa? Su debilidad se huele a distancia y el colectivo hace el resto. La cultura ya está comprometida.
La incapacidad de muchos para aceptar la compleja lógica de la vida profesional -o más bien de la vida en general- es un problema que se extiende con el entusiasmo de las frases Mr. Wonderful. Todo es un derecho, la línea recta es la única perspectiva para llegar y los argumentos simplistas apuntalan las razones.
Cuando la cruda realidad se manifiesta la seguridad sobre lo que se piensa que se merece se transforma en queja por lo que no se obtiene y a falta de la capacidad de tomar decisiones maduras para buscar nuestro sitio en el mundo -laboral para más señas- forzamos un hueco en la empresa de turno demostrando nuestro descontento, eso sí, con la queja como pulpo de compañía. Y nadie contento.