Vuelvo a encontrarme en el despacho de mi jefe, como cada año para estas fechas. Este es el único momento en que nuestra relación laboral va más allá de los tres minutos que diariamente dedicamos a reportar (¡yo!) y a asignarme nuevas tareas (¡él!). Bien, y también las dos horas y media de almuerzo de Navidad, aunque sería más ajustado a la realidad decir hora y media de almuerzo y una hora adicional de discursos (ellos) y miradas de descaro progresivo
(nosotros) a nuestros relojes.
Pero básicamente la conversación más larga y fluida que mantenemos a lo largo del año es ésta, la entrevista
de evaluación del rendimiento. Y los siete u ocho inacabables minutos que dura agotan en ambos las ganas de conversar y nos vacunan contra la tentación de tener más conversaciones similares durante el resto del año.
Hace más de veinticinco años que trabajo en esta empresa y cada año he mantenido entrevistas como estas con cuatro jefes diferentes, así que ya puedo considerarme un experto. Pero no piensen, estimados lectores, que no me gustan estas reuniones anuales o que no las espero. Nada más lejos de la realidad. No solo no las temo, sino que las espero con ganas.
Teóricamente son reuniones para darme feedback de mi desempeño a lo largo del año, pero en la práctica -y dado que más allá de las instrucciones puntuales directas diarias no hay más consignas ni conversaciones a lo largo del año-, tanto mis jefes como yo sabemos que lo único que podemos esperar de la reunión anual es algo de conversación intrascendente de relleno y el anuncio de la subida salarial.
AUTOR/ Jordi López Datell, Consultor y autor de “Creo, luego Creo” y “Hacer Pîña”. jordilopez@teamtowers.com