Por Pablo Jaquete, socio del Área Laboral de Selier Abogados.- El pacto que fue alcanzado por PSOE y SUMAR para la legislatura incluía la reducción de la jornada laboral semanal, que pasaría de las actuales 40 horas a una semana de 37,5 horas. La propuesta está en línea con la tan debatida jornada semanal de 4 días que, al final y con tiempo, parece que acabará imponiéndose, al menos en los países de nuestro entorno más próximo. Pero con este tipo de medidas habría siempre que detenerse a analizar si puede hacerse, cómo debe hacerse, cuándo habría que hacerlo y cuáles serían sus consecuencias, evitando la improvisación y la precipitación que pueden producir tan nefastos e inesperados resultados.
A la pregunta ¿quieres trabajar menos y ganar lo mismo? La respuesta será casi siempre afirmativa, quizá con alguna excepción entre adictos y apasionados que también querrían trabajar más. Lo cierto es que el tiempo y el salario son dos factores proporcionales en la misma ecuación. Lógicamente todo el mundo sería contrario a la medida de trabajar más, pero cobrar menos, y la respuesta podría variar si la pregunta fuera trabajar más aumentando la retribución o trabajar menos perdiendo salario. La respuesta, o al menos la perspectiva, también cambiaría si preguntamos a la empresa en lugar de a la persona trabajadora.
En nuestro actual sistema retributivo, el salario se establece principalmente en función de la jornada realizada. Si reduzco la jornada se reduce proporcionalmente el salario, y si trabajo más tiempo, habrá que abonar ese exceso de jornada (en forma de horas extras, complementarias o simplemente de disponibilidad) o compensarlo con descansos que nos reconduzcan a la jornada pactada.
De este modelo surgen dos desviaciones graves, como son el presentismo y las horas extras interminables. El presentismo es consecuencia de que el trabajo se calcula por tiempo, con independencia de lo que realmente se haga, lo que lleva a estar en el puesto más horas de las realmente necesarias. El problema de las horas extraordinarias es que constituían la mejor forma de aumentar los ingresos, aunque fuera a costa de jornadas interminables que acababan con la vida privada y con cualquier posibilidad de conciliación.
Afortunadamente estas dos anomalías están siendo duramente combatidas, tanto con medidas legislativas (registro horario, obligación de tener una política de desconexión digital, limitación o prohibición de horas extraordinarias), como, fundamentalmente, con un cambio general en la mentalidad colectiva, acelerado durante la pandemia, pero iniciado antes, que otorga una mayor importancia a la conciliación entre el trabajo y la vida personal y familiar. No se trata de quitar importancia a los ingresos, pero sí de incluir otras cuestiones en la balanza, como el tiempo personal o las medidas de flexibilidad y conciliación, de manera que el salario no sea el único factor que considerar a la hora de elegir o conservar un empleo.
El mejor camino para hacer posible reducir el tiempo de trabajo, pero manteniendo o aumentando el salario es introducir otro factor en la ecuación: la productividad.
La estructura salarial está compuesta por dos elementos principales:
- El salario base: retribución fijada por unidad de tiempo o de obra.
- Los complementos salariales: fijados en función de circunstancias relativas a las condiciones personales del trabajador, al trabajo realizado o a la situación y resultados de la empresa, que se calcularán conforme a los criterios que a tal efecto se pacten.
A diferencia del salario base que es necesario, los complementos salariales pueden existir o no, y tampoco serán consolidables, salvo acuerdo en contrario, cuando estén vinculados al puesto de trabajo o a la situación y resultados de la empresa. La productividad tiene en este sistema una escasa relevancia frente al tiempo de trabajo.
Cuando se discuten los incrementos salariales en la negociación colectiva es habitual que la parte social quiera potenciar el salario base (más seguro y garantista), frente a la parte empresarial que tiende a fijarse en complementos no consolidables y vinculados a la productividad para incorporar esos incrementos (más inciertos, pero también y por esa mayor flexibilidad, con mayores posibilidades).
Pero una mayor productividad, y a eso nos referimos aquí, es lo que puede establecer las condiciones necesarias para poder reducir la jornada laboral manteniendo o, incluso, incrementando el salario. Es evidente que los países de nuestro entorno dotan a las personas de medios de todo tipo que permiten hacerlas más productivas, lo que justifica que puedan compatibilizar las jornadas más reducidas con los salarios más elevados. Pero si la reducción del tiempo no fuera respaldada por un aumento de la productividad, la consecuencia inmediata sería la destrucción de empleo, por lo que, en un país tan sensible a esta cuestión como el nuestro, es importante saber exactamente dónde nos encontramos antes de imponer medidas de este tipo.
Tampoco las experiencias realizadas, como el caso de Valencia con un mes realizando una jornada de 4 días, han sido 100% satisfactorias. A pesar de su temporalidad ha revelado carencias manifiestas, especialmente en algunos sectores, como se ha hecho evidente en la sanidad.
Ni todos los lugares tienen las mismas circunstancias, ni tampoco todos los sectores tienen la misma flexibilidad o adaptabilidad, por eso la reducción de la jornada debería hacerse a través de la negociación colectiva, no como imposición legal, sino como un objetivo al que todos deberán acercarse, pero en la forma que pacten y que mejor se adapte a sus necesidades y circunstancias. Esta fórmula de la negociación colectiva ya dio resultados positivos con los acuerdos que llevaron a la reforma laboral del 2021.
No estamos aquí en una necesidad urgente, como ocurría, por ejemplo, con la subida del SMI, en la que se trataba de lograr que una persona que trabajaba 8 horas al día tuviera garantizado al menos un salario digno que le permitiera subsistir, lo que no estaba ocurriendo. Aquí no estamos en una cuestión de mínimos necesarios, si no de mejora de condiciones, lo que permite que el cambio se haga más despacio, pero bien.
Además, la negociación colectiva, a través de la reducción de la jornada anual, había iniciado ya hace tiempo el camino de la reducción del tiempo de trabajo. Así, según publicaba la agencia EFE citando datos de EUROSTAT relativos a 2022, los españoles trabajaban una media de 37,8 horas a la semana (frente a las 33,2h de Holanda o las 35,3h de Alemania, y, en el otro extremo, las 43,3h de Serbia o las 41h de Grecia).
Finalmente, surge la pregunta de si es este el único camino, o si las nuevas formas de trabajo y las nuevas necesidades de las personas nos deben llevar a buscar otras formas de organización y distribución del trabajo y otros sistemas de retribución, alejados de los estándares clásicos, todavía más flexibles y adaptados a las necesidades personales, al menos en los sectores que lo permitan. También en este campo podría explorar la negociación colectiva, siempre que lo permita el corsé de la regulación normativa.
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