Por Maite Sáenz, directora de ORH.- El sindicalismo actual vive del conflicto. Ha hecho de él un modo de vida que desprestigia la valiente labor del originario que dignificó la lucha de clases. Los trabajadores siguen necesitando una representación fuerte, quizá tanto como en aquellos albores que vivió en el XIX, porque la transformación del modelo económico ahora es tan brutal que o se aborda desde la colaboración o aquí vamos a sufrir todos. Y cuando digo sufrir me refiero a sufrir mucho, tanto como la medida de nuestra vida entera y la de nuestros hijos. ¿Pero hay alguien al otro lado a quien de verdad le importe nuestro futuro?
La pérdida de propósito del sindicalismo actual no es un relato creado por el empresariado opresor o, al menos, sólo por él. El “enemigo” lo tiene dentro, y la principal muestra de que no convence a quienes tendría que hacerlo, los trabajadores, es la enorme desafección por la afiliación. Del 44,5% que logró alcanzar en la transición sólo retiene un 16%. Leyéndolo en términos del moderno engagement, la pérdida de confianza es brutal. La literatura y la vida nos dicen que las bases del compromiso son la transparencia, la empatía, la cercanía, la autenticidad, el propósito compartido… ¡Y aquí quería yo llegar! ¿Alguien tiene claro a estas alturas qué propósito comparte el sindicalismo de las grandes centrales con lo que de verdad les importa a los trabajadores de este siglo XXI?
El discurso sindical está preso de sus propias ambiciones. No puede evolucionar ni aunque quiera, porque el proceso de cambio se llevaría por delante su tinglado de estructuras, subvenciones y mercadeos inconfesables. No es muy diferente del que sostiene a nuestros partidos políticos patrios; los mismos perros con distintos collares. No olvidemos que el actual modelo viene de cuando el secretario general de un sindicato también lo era de un partido… Así es fácil decir que lo que importa es la cobertura de la negociación colectiva y no la afiliación.
Al sindicalismo le falta vocación y no para ser una profesión de por vida; carece de propósito para comprender que su misión no es la confrontación sino la colaboración, y adolece de capacidad para transcender al anhelo de su propia supervivencia. Y lo sabe, claro que lo sabe. Por eso presiona para legislar en barrena. La medida de la libertad de los ciudadanos de un país queda retratada en la cantidad de leyes que lo gobiernan, y en el nuestro cada vez estamos más cercados y menos salvaguardados por una verborrea de normas laborales mal pensadas y peor redactadas que limitan la sagrada libertad empresarial de crear empleo en condiciones de seguridad jurídica. Sumémosle el efecto de la polarización extrema del diálogo social en la cultura de trabajo y, voilà, tenemos la tragedia de un país sumido en el absentismo como un recurso más de la dinámica laboral.
Quieran o no los afectados, la negociación colectiva útil ha de descender al ámbito de la empresa porque los avatares de una economía de ciclos cortos necesitan de una capacidad de reacción que nazca en cada casa y del “todos a una” de las partes implicadas. Esta nueva vocación de diálogo es urgente en ambos lados de la mesa. Para que progrese en el de la representación legal de los trabajadores necesita imperiosamente que se supere la dialéctica instalada en los posicionamientos ideológicos y que se entienda que sin sostenibilidad empresarial no hay estado del bienestar posible. Y para que lo haga en el de la dirección empresarial hacen faltan CEO’s, consejeros, comités de dirección e inversores con un ego ínfimo y un Pepito Grillo enorme. Puede que así no todos logremos tener un Lamborghini, pero sí la libertad de no vernos abocados a una única opción, la del transporte público, que es, además, la mayor reminiscencia del hacinamiento del antiguo proletariado.