Nos rodeamos de almohadas invisibles que nos protegen del roce de la realidad. Domesticamos la incomodidad hasta convertirla en una enfermedad. Cualquier esfuerzo, cualquier feedback incómodo, cualquier verdad que duela, la percibimos como amenaza. Olvidamos que la comodidad perpetua no nos hace mejores; nos hace frágiles, y que sólo cuando enfrentamos lo que nos incomoda, despertamos, cuestionamos, aprendemos y crecemos.
Vivimos en una época que venera la comodidad. ¡A quién no le gusta estar cómodo! Como preferencia personal es comprensible, y no la física, también la emocional e intelectual. Todo parece diseñado para evitar ‘el roce’, que nada nos ofenda, que nada nos haga sentir mal. Y así hemos convertido la comodidad en una especie de derecho universal o una necesidad vital hasta caer en la dependencia.
En principio se trataba de dar facilidades, encontrar el punto de asertividad adecuado, cuidar fondos y formas, buscar la ‘relajación mental y emocional’, crear climas con el fin de estar bien para facilitar nuestra expansión como individuos y profesionales. Que fuéramos mejores en lo que hacemos, para darnos la confianza para hacer lo que sea más relevante para nosotros.
Pero se ha pervertido el fin y el medio. Hemos llegado al punto que nos incomoda el feedback, cualquier tipo de feedback, incluso el bien hecho. Nos incomoda también el esfuerzo, cualquier esfuerzo, para aprender, para cambiar, para movernos. Nos incomoda la realidad y la verdad… Y en paralelo, se viraliza lo fácil, lo rápido, lo amable, la pedagogía sin fricción.
Mientras más reducimos enfrentarnos a la incomodidad, más atrofiamos el músculo del aprendizaje personal y profesional. Y me refiero a la parte dura del aprendizaje, no sólo al adquirir nuevos conocimientos, sino a la dura de verdad (a la que llaman blanda), a la de seguir aprendiendo de uno mismo a cualquier edad y a la de cómo uno aplica esos conocimientos a la realidad junto a otros. Es lo que llamamos desempeño, porque no trabajamos solos, aunque así lo creamos por un mal entendido teletrabajo en remoto … ¿Que sabes hacer unos programas increíbles? Genial. Pero, ¿tú solo o con otros? ¿Cómo colaboras? ¿Llevas bien que tus entregables sean objeto de feedback honesto? ¿Cómo lo encajas?…
“Tu verdad, lo que tú ves de ti, muchas veces no corresponde con lo que otros ven, y la realidad es una suerte de mezcla entre ambas que hay que poner sobre la mesa, guste o no, si es que queremos construir relaciones sanas y duraderas”. La cultura contemporánea ha transformado la incomodidad en un síntoma patológico, un error del sistema, algo que debe evitarse a toda costa, como una enfermedad. Sin embargo, la incomodidad es una condición natural del aprendizaje, es la señal de que algo se mueve.
Aprender desde los límites de la fortaleza
La educación moderna y buena parte del mundo corporativo han confundido el bienestar con la ausencia de incomodidad. Se pretende enseñar sin frustrar, liderar sin exigir, motivar sin desafiar. Pero la realidad es que, sin fricción no hay evolución, solo complacencia, o endogamia, o como se suele decir en el cine, “sin conflicto no hay historia”. Por favor, entiéndase el conflicto como lo que es, algo inherente al ser humano, en donde hay discrepancias de opinión, perspectivas distintas pendientes de alinearse. No demonicemos el conflicto.
Sócrates lo sabía bien. El método socrático no consistía en transmitir verdades unívocas, sino en incomodar con preguntas, despertar el conflicto interior, desarmar certezas para aprender desde el cuestionamiento. Te obligaba a pensar. Fue el primer pedagogo del malestar, condenado a muerte por “corromper a la juventud”, el castigo por incomodar en una sociedad que prefería la apariencia de sabiduría al pensamiento genuino.
Hoy seguimos tropezando en la misma piedra. El educador, el manager, el partner, el socio, el colaborador … cualquier persona con la que establecemos una relación de aprendizaje o de trabajo que incomoda con sus afirmaciones porque afronta el conflicto evidente, con preguntas que exigen respuestas con un reconocimiento del error, o con un feedback honesto que busca el camino más corto para el aprendizaje; corre el riesgo de ser tachado de ‘poco empático’ en el mejor de los casos. En el peor, es etiquetado de exceso de celo y exigencia o incluso de ‘tóxico’; y hasta por ejercer excesiva presión y provocar bajas laborales, doy fe de ello. El resultado: jóvenes y profesionales con baja tolerancia a la frustración que ya no saben o no quieren aprender si eso les molesta o interrumpe su comodidad. Y lo siento, pero contribuimos a ello cuando tiramos de eslogan de taza, de venta chusquera y resultado rápido.
La incomodidad no es un error del sistema, es su señal de vida, es el punto exacto donde la mente despierta, se adquiere criterio y el aprendizaje y la madurez avanzan.
Nietzsche entendió el valor de la incomodidad como pocos. El malestar en su filosofía no es castigo sino condición de fortaleza, porque todo lo que crece necesita de resistencia para ello: “El espíritu fuerte no rehúye el conflicto, lo integra en su expansión vital”.
El exceso de pedagogía del bienestar de las dos últimas décadas ha domesticado ese impulso de afrontar el conflicto interno o externo, sin darse cuenta de que es solo cuestión de tiempo que vuelva a surgir de nuevo, porque, como diría Tanos, el conflicto es inevitable. La ansiosa búsqueda del bienestar nos insta a rechazar la conversación áspera, a no intentar por temer el error, a huir del esfuerzo porque cansa y es poco inteligente, porque los listos conocen atajos. Evitar el malestar solo retrasa el sufrimiento porque en el futuro nos dará más pudor o miedo mirarle a la cara. En recursos humanos esto se traduce en una cultura de la ‘no tolerancia a la fricción’, un feedback edulcorado y eufemístico, objetivos que se diluyen, tareas eternamente en tierra de nadie, conversaciones difíciles que se posponen. El resultado: voluntades blandas, crisis personales ante la primera dificultad y masas de refugiados en la queja cuando el entorno deja de ser cómodo, no solo en organizaciones, sino en simples colaboraciones entre profesionales. “El Mordor” del clima laboral. Los equipos más maduros no son los que nunca se incomodan o evitan ciertas conversaciones, sino los que saben sostener la incomodidad sin romperse.
Equilibrando el exceso de pedagogía del bienestar
En esta era vertiginosa e hiperbólica en sus circunstancias necesitamos reconciliarnos con la incomodidad, con lo feo, con lo frío y áspero de las situaciones e interacciones humanas, porque eso nos dará una verdadera salud mental. En el aula, en la organización, desde pequeños deberíamos aprender que el esfuerzo no es una forma de opresión, sino de libertad, porque solo quien ha superado la frustración puede ejercer su talento con autonomía y disfrutar de él. Debemos recordarnos a cualquier edad que podemos seguir aprendiendo de la visión de otros, que el feedback sincero, el error asumido, la autocrítica serena, el diálogo incómodo son todos ejercicios de salud intelectual y emocional que hablan muy bien tanto de los que los que se atreven a exponerlo con afán de avance, como los que lo encajan con elegancia. Educar y liderar no consiste en proteger de la incomodidad, sino en enseñar a habitarla con sentido.
Necesitamos entornos donde la incomodidad no se penalice, donde no todo malestar sea una amenaza psicológica y esté mal vista; en las organizaciones, el feedback debería entenderse como una forma de respeto: “Te digo lo que veo porque creo en tu capacidad de mejorar, no porque quiera dañarte”. Aprender en cualquier etapa de la vida implica sentirse incómodo un tiempo, hasta que el conocimiento se asienta y el músculo se fortalece.
Quizá el problema no sea la incomodidad, sino el relato que hemos hecho de ella. La tratamos como una enemiga cuando en realidad es una maestra exigente, otra palabra con mala fama. Pero la realidad es que sin exigencia no hay excelencia, por mucho marketing que le pongamos. La incomodidad ante el feedback nos enseña humildad, ante el esfuerzo nos enseña disciplina, ante la realidad nos forja el carácter. Es nuestra elección personal abrazarla y gestionarla o bien rechazarla y victimizarnos entonando el mantra simbólico: “no gracias, estoy cómodo así”. Pero ¿hasta cuándo?