¿Informar a los empleados o impulsar conversaciones influyentes con ellos?

Redacción31 enero 20227min

Las personas en las empresas hacen cosas y por ello reciben una compensación: cosas tangibles (diseñan, fabrican, venden, prestan servicios…) y cosas intangibles (colaboran entre sí, resuelven problemas, toman decisiones, fomentan o deterioran la reputación…). Esas cosas son las que motivan las transacciones con los clientes, que generan los recursos que permiten a la organización cumplir con su propósito.

Puede decirse de forma más complicada y con mejor tono académico, pero la realidad de una empresa se resume en eso: personas que hacen cosas que otros valoran y pagan por ellas. Cuanto mejores sean esas cosas -en la percepción de sus potenciales clientes y de la sociedad en la que ocurre la transacción- mejor le irá a la organización. Y para hacer cosas cada día mejores, hay que querer hacerlas. No basta con repetir lo de ayer, hay que querer cambiar y mejorar.

Se terminó la sencillez. ¿Cómo lograr que ese “hacer cosas” sea no solo más eficaz y eficiente que los competidores, sino, además, sea percibido cada día como especialmente valioso y diferencial por los clientes y por la sociedad? Se necesita organización, se definen roles y distintos niveles de decisión, se establecen procesos y controles, sistemas de recompensas…pero todo ello fluye gracias a la conversación: la continua conversación entre sus miembros aplicando normas generales a casos concretos, resolviendo problemas, tomando decisiones, discutiendo mejoras, gestionando excepciones, etc. Las estructuras toman vida y generan resultados gracias a las personas. Sin foco y estructura, los grupos de personas somos como agua que se derrama, energía que se diluye; sin personas, las estrategias y las estructuras son esqueletos parados, fríos.

Por ello, aquellas clásicas divisiones entre estructuras formales -las buenas, las definidas por la dirección- y grupos informales -indeseados, nacidos de forma espontánea- no tenían más fundamento que nuestra ignorancia y nuestro deseo de control. Recordemos una vez más el Manifiesto Cluetrain, cuya primera sentencia hace ya 23 años afirmaba: “Los mercados -y las empresas- son conversaciones”.

 

Toda tarea conlleva una conversación. Y esa conversación es tan necesaria como inevitable. Estas dos constataciones hundieron el mito fundacional de la comunicación interna: la Dirección ha de informar para que los empleados conozcan la aspiración de la organización y lo que ocurre dentro de ella.

 

Como si la comunicación fuera un añadido al trabajo y no una parte indisociable del mismo. Como si la propia realización de la tarea no generara vivencias suficientes en el empleado como para que este identifique qué es o no importante para tener éxito en esta empresa. Como si las conversaciones que rodean a la tarea -y (lo repito de nuevo) que son fundamentales para que esta se realice con eficacia- no añadieran un significado compartido y asentaran un poso cultural para interpretar todo lo que ocurre.

La conversación preexiste a la participación de la Dirección. Y la conversación añade significado a lo que ocurre; no es inocua, construye la cultura, define lo que es importante para el éxito de las personas, marca límites sobre lo que se puede o no se puede, sobre lo que conviene o lo que es peligroso… La información que emana de la dirección a través de los canales corporativos se suma a la gran conversación que fluye a lo largo de la organización. Su impacto será dependiente de muchos factores, entre los que la percepción de inquietud e inseguridad, la credibilidad y la cercanía ocupan -seguro- un papel fundamental.

Y un factor más: la coherencia con el resto de la conversación. Cuando la voz de la Dirección es una voz ajena al sentir dominante en la organización, se convierte en irrelevante: ¿alguien cree que un video del CEO en la intranet genera más influencia en las personas que las propias interpretaciones que ellas se construyen a partir de lo que perciben en el trabajo y lo que escuchan en los diálogos con sus colegas? De ahí la necesidad de abandonar para siempre esa interpretación monopolística que todavía domina muchas estrategias y actuaciones empresariales en cuanto a la comunicación con sus empleados: pretender que, si la Dirección calla, los mensajes no fluyen y se paraliza la construcción de interpretaciones y de significados culturales. Con un cariñoso afán de molestar: creer que la comunicación interna la construye la Dirección es confundir la vida con el BOE.

Las empresas están vivas. Viven para lograr su propósito y están vivas gracias a la acción de las personas que trabajan en ellas. Su salud se constata -entre otros indicadores- por el alineamiento entre ese propósito que las inspira y las conversaciones que se producen entre sus miembros. Y es ese alineamiento el que la Dirección pretende mejorar con las acciones de comunicación interna que impulsa. No se trata de informar desde una posición de poder; se trata de ser influyentes en una conversación que está soportando el negocio. Es imprescindible escuchar la conversación, con afán de entender, sin barreras auto justificativas; después, hemos de preguntarnos si lo escuchado contiene los significados y evidencia los valores que mejor ayudan al logro de los objetivos del negocio; identificados los gaps, llega el momento de actuar: ¿Cómo diluimos los malos entendidos que nos separan? Y, en nuestra experiencia, para lograrlo casi siempre hay que activar un coctel de información, cercanía y ejemplaridad.

Pablo Gonzalo,
socio en Estudio de Comunicación.


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