Avanzar hacia la jornada laboral de los cuatro días es uno de los compromisos acordados por el Gobierno de coalición. A la espera de ver cómo lo materializa, el debate sobre esta cuestión no hace sino polarizarse entre los que asocian la reducción de la jornada semanal a la reducción de las horas trabajadas y quienes las disocian. Una de las últimas voces en sumarse es la de Josh Bersin, que tomando como referencia el experimento británico, explica cómo la productividad no se resiente cuando se apuesta -eso sí, bien- por la reducción de ambas variables.
La productividad es el caballo de Troya que enfrenta a los defensores y a los detractores de la semana laboral de cuatro días. No en vano, es la base del modelo económico capitalista actual, en el que el rendimiento del capital se expresa en términos de capacidad de producción. Empresarialmente hablando la lógica de la reducción es lineal para todo: para el tiempo y para el salario. «Proletariamente» es un camino selectivo: sólo para el tiempo pero no para el salario. Entre estos dos polos opuestos hay una tercera opción, que es la de redistribuir en cuatro días lo que trabaja en cinco. De este modo, las, pongamos, seis horas del viernes se repartirán a razón de 1,5 horas de trabajo adicional de lunes a jueves, obteniéndose dichos días jornadas de unas 9,5 horas. Si se mantienen las 40 horas semanales, saldría a 10 horas diarias de lunes a jueves. ¿Trabajar más horas cuatro días para librar tres días?
Los experimentos de reducción o redistribución de la jornada son pocos pero prometedores en sus resultados. Los casos más conocidos, los del Reino Unido y los de Valencia en tierras patrias, ambos con modelos de 100% del salario, 80% de horas de trabajo y 100% rendimiento, reportan beneficios en relación con:
- productividad sostenida y aumento de ingresos;
- menor rotación no deseada;
- mayor bienestar de los empleados en términos de mejor calidad del sueño, menor estrés y mejor salud mental.
No obstante, son experimentos en su contexto y éste contexto se traduce tanto en tamaño de empresa, sector de actividad y, muy especialmente, cultura organizacional. Josh Bersin lo explica en términos de cómo de natural es el proceso de implantación. La semana laboral de cinco días -dice- es una construcción artificial que data de finales del siglo XIX que encuentra su razón de ser en un modelo de producción industrial pero que la empieza a perder en la transición hacia otro de servicios y de conocimiento. En ambos casos la tecnología y la inteligencia artificial se presentan como multiplicadores de la eficiencia y, por lo tanto, como compañeros de trabajo para que obren el milagro de que trabajemos menos. «No parece tener mucho sentido seguir manteniendo largas jornadas laborales muchos días a la semana, ya que el trabajo se puede realizar hoy de manera más eficiente», razona Bersin.
La historia le da la razón ya que, tal y como recordó en el pasado Foro de Davos Adam Grant, profesor de Wharton, Henry Ford descubrió, hace un siglo, que las personas eran más productivas si trabajaban cinco días en lugar de seis. Su audacia tuvo un enorme impacto en la moral, la lealtad y la productividad general, porque reinventó el modelo productivo mejorando las condiciones de trabajo. Si pudimos avanzar en calidad de vida entonces recortando horas de trabajo, ¿podemos seguir haciéndolo ahora? Los expertos y los que no lo somos por supuesto que contestamos que sí, que se puede, la cuestión es cómo.
Las mismas pruebas piloto comentadas reportaron diversos inconvenientes :
- impacto negativo en otras actividades no susceptibles de asumir la jornada semanal: menos afluencia de clientes para ellos;
- saturación de las urgencias médicas por cierre de centros de atención primaria;
- dudas empresariales sobre si el increemento de la productividad conseguido cubre los costes de mantenimiento íntegro del salario.
Ese cómo no es sólo una cuestión de decisión legislativa, sino sobre todo de claridad de los procesos, las responsabilidades y de «lo que de verdad importa» en las empresas. La «Ley de Parkinson» es la primera que hay que derribar. Esta norma no escrita afirma que la tarea tiende a expandirse para llenar el tiempo asignado para su finalización. Si se reduce el tiempo disponible eliminando, por ejemplo, el que se despercidia en reuniones inútiles, y se maximiza aclarando los horarios, cometidos y responsabilidades de los empleados, quizá nos sorprenderíamos de los resultados.