Por Maite Sáenz, directora de ORH.- Empiezo a cortocircuitar con cierta manera de ver el lenguaje como “hacedor de realidades”. Nos estamos olvidando de que el verdadero significado de las palabras está en la intencionalidad con la que las pronunciamos, y nos estamos dejando llevar por la corriente simplista de alinear los términos con lo modernamente correcto. Lo modernamente correcto, que no es lo adecuadamente correcto, ni lo naturalmente correcto, ni lo «correctamente correcto».
Recientemente leía un artículo de una empresa norteamericana (Steelcase para más señas) en la que alguien se dio cuenta de que la palabra blacklist podía resultar ofensiva para el colectivo de trabajadores de color. Conclusión: fuera blacklist de su diccionario interno y de sus catálogos de producto, y, cómo no, también whitelist, supongo que por aquello de igualar por igualar. Eso sí, el proceso adquirió forma de estrategia de inclusión, con los líderes, los managers y los propios empleados implicados en esquemas de ideación. Todo muy participativo… ¿pero necesario? ¿Le vamos a cambiar el nombre a las cajas negras de los aviones porque la información que contienen es el secreto arcano y oscuro de las causas de los accidentes? Recordemos que en realidad son naranjas y que deben su nombre a las antiguas cajas negras calibradas con espejos, esas que todos hemos tenido que hacer como trabajo de Física en el colegio. ¿Pero y qué hacemos con los lunes negros? Porque malos son un rato. ¿Y con los Black Fridays, tan buenos ellos y tan cargados de chollos? ¿Veis por qué no queda más remedio que cortocircuitar? Sólo espero que no censuren «Blacklist», la serie… 😅
Si dejamos de lado la ideología y nos vamos a la etimología nos encontramos con que blanco y negro son términos ya utilizados en el latín (albus-niger), el griego (leucos-melan) e incluso, antes de todo eso, en la lengua protoindoeuropea (behl y nekwt). Nuestros ancestros los eligieron para definir realidades que les evocaban luz, claridad, brillo, oscuridad, misterio, peligro… Ahora, además, sabemos que el blanco es la luminosidad máxima porque es la suma de todos los colores y que el negro es todo lo contrario, la ausencia de cualquier color. El blanco es explosión y el negro implosión (de colores ambos). A partir de ahí, veamos derivadas curiosas:
- Por ejemplo, en nuestra cultura la muerte se viste de negro, pero en otras, como las asiáticas y las hindúes, el luto se vive de blanco.
- En la vida de los Masai, los nubarrones, cuanto más negros sean más se celebran, porque son signo de la llegada del agua que les da la vida.
- Entre nosotros “quedarse en blanco” es toda una mala suerte que nos lleva a suspender un examen.
- Y para todos, europeos, asiáticos, americanos y africanos, lograr el cinturón negro es la máxima aspiración de quienes quieren practicar las artes marciales en grado de perfección.
Las palabras importan, claro que sí; importan y mucho, porque con ellas nos posicionamos. Y realmente eso es lo que importa de ellas, lo que nos llevan a querer decir y lo que nos llevan a querer hacer y a hacer efectivamente. No podemos hacer nuestra la modernidad del ellos y ellas sin que nuestro comportamiento se alinee con nuestro lenguaje y la realidad me dice que es todo un postureo de tamaño descomunal, porque cuando la situación real se presenta el activismo se esfuma.
El lenguaje inclusivo no es neutro. Más bien crea compartimentos estancos cuando lo que nos moviliza son los vasos comunicantes. Y el mundo, además de blanco y negro, tiene una amplia gama de grises para interpretarlo. Pero me da la sensación de que seguimos creando y creyendo en las blacklist y las whitelist, aunque ahora lo hacemos, eso sí, de manera políticamente correcta.
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