Para los ojos del observador no experimentado puede sorprender el continuo flujo de entradas y salidas, una tienda tras otra, de las decididas y posibles compradoras, ya sea libres de todo peso, ya sea cargadas de las compras anteriores, pero casi siempre acompañadas de las víctimas circunstanciales, los porteadores y acompañantes, en algún caso del mismo sexo o género, masculinos en el resto.
Ese mismo observador no experimentado anotaría en su cuaderno de campo los signos no verbales de paciente resignación de las caras de ellos y de su cansino caminar: los hombros caídos y el rítmico y sincronizado arrastrar
de los pies. Ellas, torso erguido, mirada viva con movimientos oculares de barrido, pasos cortos, rápidos y decididos.
Una vez dentro, las tiendas de ropa se convierten en un auténtico enjambre de mujeres tocando piezas de ropa, una tras otra, y de chicas uniformadas (las “reponedoras-dobladoras”) arreglándolas, doblándolas y conversando ocasionalmente con las “recolectoras”, las posibles clientas cargadas con piezas de ropa que desean probarse, ¡y se probarán!, una tras otra, y que quizás, solo quizás, comprarán.