El líder no es el sastre de nuestra actitud

Maite Sáenz2 junio 20235min
liderazgo
Por Maite Sáenz, directora de ORH.- Decía Felipe, el amigo de Mafalda, que “la voluntad debe ser la única cosa del mundo que cuando está desinflada necesita que la pinchen”. El oxímoron es perfecto. Y la clave está en la modesta punta de una simple aguja, literariamente hablando. Cuando la voluntad adopta la forma de un gurruño gomoso, típica de un globo pinchado, ¿qué la activa? Simple y llanamente lo que la estimula. Entonces se infla, gana altura y vuela… o corre. Sin voluntad somos amebas; con ella somos gacelas.

 

Ahora no hablamos de activar la voluntad y en el mundo laboral menos; no está de moda. Decimos que hay que motivar, comprometer, lograr el engagement e incluso enamorar al empleado. ¿Pero qué verbo de acción le damos a la voluntad? ¿Dar voluntad? No, la voluntad no se da salvo cuando la donas. ¿Generarla? Tampoco; la voluntad siempre existe incluso para estar apagada. ¿Activarla? Caliente, caliente. Tener voluntad es querer hacer y eso es el core del buen liderazgo: conseguir que las personas quieran hacer. Y no tanto porque se las recompense por ello sino porque les salga de dentro. Ahora bien, ¿podemos fiar la activación de nuestra voluntad única y exclusivamente a estímulos externos que nos seduzcan? ¿Por qué hemos de esperar a que alguien nos convenza de hacer algo? ¿Podemos dar lo mejor de nosotros sin que los propósitos coincidan? ¿Dónde queda nuestro propósito personal de ser fieles a lo que somos y a nuestro potencial? ¿Podemos hacer dejación de funciones de nuestra capacidad para decidir los porqués íntimos que necesitamos para liderar nuestra vida?

No cuestiono el valor del buen liderazgo pero no asumo que se utilice como excusa para convertirnos en cactus, presentes en cuerpo y ausentes en alma. Laura, nombre ficticio de una chavala con capacidades intelectuales diferentes a la que conocí en un partido de fútbol de mi hijo, no necesitó el ejemplo de nadie para sobrevivir con buen ánimo a la queja en la que estaban abandonados sus compañeros. “No saben más que quejarse. Que si el trabajo es aburrido, que si el jefe tal…, que si el compañero cual… ¿Sabes lo que te digo? me confesó. Que yo no puedo estar todo el día haciendo mi trabajo así. Pongo tapones en una fábrica de cremas y lo tengo que hacer bien”. Laura estaba orgullosa de su trabajo no por la tarea en sí sino por cómo la hacía ella. Se sentía responsable del resultado y también de su actitud. E implícitamente admitía que sentirse bien consigo misma era su decisión.

La actitud es personal e intransferible. No es un bálsamo de fierabrás para superar todas las dificultades y conseguir todos los sueños, sino más bien ese “algo” que nos provee de la energía necesaria para que no nos atasquemos en los primeros y no renunciemos a los segundos. Es un traje a medida que no se puede encargar a un sastre. Un líder no corta el patrón de nuestra actitud, ni nos lo prueba n veces hasta vernos hechos un pincel. Por lo menos yo no quiero que lo haga. La épica del liderazgo que es capaz de convertir actitudes yermas en conversos mesiánicos no es la realidad del liderazgo prosaico del día a día. El líder nos puede ayudar si dejamos que nos ayude.

 

Sobrevalorar el liderazgo es un atajo cómodo que nos libera de sentirnos responsables de nuestra actitud. Ni es justo con el líder ni es la mejor decisión para, como decía el poeta, ser el amo de nuestro destino y ser el capitán de nuestra alma. ¡Esa épica sí que es un subidón!

 

Imagen generada por IA con Firefly.

 


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