Por Maite Sáenz, directora de ORH.- Arriba de blanco y abajo de azul. No uno ni dos, no esporádicamente, no por casualidad. Decenas, cientos o más bien miles. Las aceras, los andenes y las paradas de bus en Tokio son un inmenso río de uniformes de oficina cuyos cuellos blancos les recuerdan a las personas que los visten que no por blancos son diferentes ni superiores. No sé cuánto de disciplina, de obediencia, de respeto o de humildad tiene esta decisión empresarial para la mayoría de los trabajos que tienen de manuales sólo lo que les cuesta darle a la tecla durante todo el día. Eso es Japón, un mito de cohesión contenido por la tradición.
“Pues vaya cosas en las que te fijas”, estaréis pensando. El choque cultural tradicional es el de una geografía urbana que, lo admito, casi me hace entrar en trance psicodélico por la cantidad de impactos visuales que estoy teniendo que procesar (no olvidemos que las grafías del alfabeto nipón requieren mucho espacio para llamar la atención, ¡y vaya que si lo llaman!). Los templos budistas, los parques zen, el anime… todo impresionante pero nada comparado con el paisanaje de ciudad. Y no por la extravagancia multicolor de unos pocos reaccionarios que mis ojos occidentales miran pasmados, sino por la sencillez bicolor del uniforme de la mayoría.
El primer día nos recibieron en la Embajada Española y ahí empezaron a llegar las respuestas.
En Japón la gente trabaja muchas horas diariamente, el trabajo sigue siendo para toda la vida, no hay conflictividad sindical y quedarse en paro es una deshonra; antes que cobrar el desempleo los japoneses aceptan lo que sea.
Tampoco hay edad de jubilación, se trabaja hasta lo que el cuerpo aguante y como la pensión es modesta el Estado ofrece puestos en servicios básicos para complementarla. Porque, sí, los ancianos cuidan de los ancianos en residencias donde la IA no es sino un experimento de laboratorio. De hecho, el certificado digital les atemoriza más que la inteligencia artificial (llevan años deshojando la margarita de si instaurarlo), porque los cambios les cuestan y la ética les pesa. Será porque a las catástrofes naturales no se les hace frente desde la improvisación. Y escribo esto mirando a la linterna de emergencia que cuelga al fondo de mi habitación. Funcionan como un reloj, ya tiemble el suelo o arrecie un tifón.
Se podría pensar que son candidatos a eso de “a la parálisis por el análisis” pero ahí está su poderío económico basado en mucho capital y aún más conocimiento. El precio que pagan es alto, que son los primeros en tener un Ministerio de la Soledad y el Aislamiento porque ambos sentimientos presiden la existencia de muchos de los que lo han vivido todo y de los que lo tienen todo por vivir. El japonés medio vive en 25 metros cuadrados, su utilitario es de gasolina y la IA la viven en las pelis de ficción. Todo lo más puede que lleguen a comprarse un inodoro, a mis luces estrafalario, de esos con cuadro de mando incorporado. Los he visto dignos de la Estrella de la Muerte, pero eso no es IA, solo es un trono.