UNA REFLEXIÓN DE PARTIDA: ¿PARA QUÉ NEGOCIAR?
La reforma de 2012 supuso uno de los cambios normativos de mayor calado de nuestra normativa laboral moderna. Mucho se ha escrito y debatido desde entonces sobre sus cambios más relevantes, especialmente en el ámbito más inmediato y de utilidad reactiva frente a la crisis, especialmente los que hacen referencia a la flexibilidad interna, la facilidad para proceder a despidos individuales y colectivos, o la reducción de los costes indemnizatorios. Y quizás por ello, se ha aparcado el debate sobre aspectos estructurales más vinculados al marco sobre el que desarrollar un modelo de relaciones laborales de futuro y competitivo, como es el caso del papel de la representación de los trabajadores en la empresa o la oportunidad y beneficios de la negociación colectiva en sentido amplio. De hecho, una lectura en diagonal a la actual normativa permite concluir que para la regulación de determinadas condiciones de trabajo, el legislador ha optado por potenciar su papel de intervención directa, de promover el papel del contrato de trabajo o de ampliar la potestad unilateral del empresario. Todo ello, en detrimento o en competencia con el papel que hasta la fecha había jugado la negociación colectiva.
Si nos caracterizáramos por una mayor cultura autocrítica, deberíamos afirmar que no era de extrañar que algo así acabara ocurriendo. La «secular» crítica a «la rigidez de nuestro mercado de trabajo» se ha dirigido desproporcionadamente en contra de la ley, cuando el verdadero artífice de la misma estaba enquistado en la negociación colectiva, especialmente la sectorial.
Resulta absolutamente inadmisible la lentitud con la que se ha movido el contenido de los convenios colectivos desde la entrada en vigor del Estatuto de los Trabajadores en 1980 y probablemente resulta más inadmisible aún que en buena parte de los casos, los convenios colectivos hayan reproducido algunos de los defectos que se atribuyen a la ley: falta de calidad técnica, falta de proximidad con las necesidades e intereses de las partes afectadas, falta de capacidad y de agilidad en la adaptación a los cambios del entorno, o exceso de regulación declarativa o proclamativa.
Como consecuencia, y salvo algunas excepciones, los convenios colectivos se han convertido en una estructura normativa burocratizante que, lejos de coadyuvar a la mejora y competitividad de la empresa, acaba siendo un lastre del cual se hace preciso descolgarse y que, en una muestra de cinismo y también de surrealismo institucional, acaba provocando que una de las dos contrapartes acabe exigiendo una reforma legal para hacer más sencillo el proceso para su inaplicación.
Deberíamos preguntarnos dónde están las razones que pueden estar tras esa petrificación, cuanto menos para poder analizarlas y, en su caso, corregirlas. Muchas de ellas apuntan hacia las dinámicas de competencia entre empresas y a la calidad de las mesas de negociación, que nos lleva a preguntarnos sobre la calidad y legitimidad de los interlocutores sociales y que nos precipita hacia uno de los ámbitos que no se han reformado prácticamente desde su versión original, pese a su imperiosa necesidad: el sistema de representación de los intereses de trabajadores y empresarios en nuestro sistema de relaciones laborales.
Pero quizás con carácter previo a exigir una mayor competencia técnica y relacional para algunos de los miembros de las comisiones negociadoras, deberíamos preguntarnos por qué y para qué negociar, ya que sólo a partir de una respuesta honesta, será posible cualquier cambio coherente.
Durante años, e incluso promovido desde las escuelas de negocios, se ha venido entendiendo que es un error trasladar al ámbito empresarial los valores inherentes a la participación democrática, entre los cuales se encuentra la promoción de la negociación colectiva. En base a ello, determinados sectores empresariales han defendido un modelo basado en la negociación individual como vertebradora de la regulación de las condiciones de trabajo. Como argumentos de apoyo, incluso, no han dudado en esgrimir en su favor la experiencia «de éxito» del modelo anglosajón, fuertemente individualizado y con un papel sindical residual y marcadamente diferente al nuestro.
Es preciso señalar, a modo de paréntesis, que la «flexibilidad» del sistema anglosajón no acaba siendo tanta como parece, especialmente cuando analizamos las grandes exigencias laborales que para las empresas suponen la regulación mercantil de los mercados bursátiles, la doctrina civil en materia de responsabilidad por daños y los precedentes de la «equidad» de los Tribunales, aquí también injustamente denostados. Más allá de que, especialmente en relación con profesionales de cualificación media-alta, las cláusulas que se incorporan a los contratos de trabajo, acaban provocando importantes peajes para aquellas empresas que apuestan de manera firme por la atracción y la retención del talento.
En todo caso, nuestro sistema jurídico y cultural no es el anglosajón, de manera que como ocurre en la mayor parte de los supuestos en los que una especie animal no autóctona se introduce en un nuevo ecosistema, el riesgo de invasión patológica es elevado y acaba rompiendo los equilibrios que hasta ahora habían permitido cierta composición de intereses. Por ello, quizás, sea más adecuado no saltar un océano, sino mirar al norte. Allí podremos descubrir que la negociación colectiva, obviamente con sus limitaciones, contribuye a garantizar la paz social y la cohesión y, por tanto, a reforzar la cultura organizativa. Igualmente veremos cómo reduce el intervencionismo público y favorece la flexibilidad buena, esto es, la basada en una lógica integradora donde «todos ganan». Y veremos cómo promueve la innovación en la gestión de la organización del trabajo y de las personas, facilitando que el empresario individual centre sus esfuerzos en la gestión estratégica para mejorar, no su «posición», sino su «valor» competitivo.
Obviamente no se trata de consecuencias directamente asociadas o que operen como un silogismo perfecto. Las consecuencias favorables de la negociación colectiva lo serán sólo en la medida en que las dinámicas de negociación sean sólidas y maduras, se desarrollen fuera de los márgenes del dogmatismo, se abran a fórmulas de participación colectiva contemporáneas y se construyan sobre una política de gestión de personas asentada en la inteligencia relacional.
CÓMO NEGOCIAR… O SOBRE LA CALIDAD DE LA COMUNICACIÓN Y DE LAS RELACIONES INTERPERSONALES EN LAS EMPRESAS
Desde que en 1999 publiqué mi tesis doctoral sobre la obligación de negociar en buena fe, han sido muchos y especialmente en los dos últimos años, los pronunciamientos judiciales que han descrito la conducta tipo que debería seguir un buen negociador. Un proceso realmente negociador, nos dicen algunas sentencias, exige dinámica de propuestas y contrapropuestas, con voluntad de diálogo y de llegar a un acuerdo, lo que obliga a facilitar de manera efectiva la información y documentación necesarias para el proceso de discusión, a no incurrir en dilaciones indebidas y, en definitiva, a no adoptar posiciones impostadas o tramposas. Nada que cualquiera que se dedique a la gestión de personas y que tenga dos dedos de frente, no sepa.
No deja de ser curioso, sin embargo, que la mayor parte de conflictos que actualmente se han debatido en sede judicial tengan que ver con este derecho-deber de información y documentación, hecho que no deja de poner en tela de juicio las políticas de comunicación interna de las organizaciones. Sin duda los casos que llegan a la Audiencia Nacional o al Tribunal Supremo, incluso a los Tribunales Superiores de Justicia autonómicos o a los Juzgados de lo Social, no son representativos o un fiel reflejo de la realidad, en la medida en que son el resultado de la judicialización de un conflicto que de forma contumaz no ha podido evitarse ni mediarse durante su tramitación y, por tanto, son pura patología. Es por ello que los fallos judiciales que los resuelven, especialmente cuando son condenatorios para las empresas, pese a su «glamour mediático» no son tan ejemplificadores como lo son otros tantos pronunciamientos en los que se ha validado la conducta empresarial y en los que, entonces, resulta clave preguntarnos ¿cómo actuó la empresa?
En cualquier caso, los Tribunales son contundentes a la hora de señalar que cualquier información que sea relevante para el proceso de negociación en curso, debe facilitarse a los representantes de los trabajadores. Esto es, la información que esté directamente vinculada con la razón del conflicto o que sea clave para formular una propuesta o una alternativa durante el curso de la negociación, deberá facilitarse y, por tanto, no podrá mantenerse un «derecho al secreto» bajo un supuesto derecho a la libertad de empresa, a la libre competencia o a la intimidad.
Frente a esta regla general, se abren dos alternativas. Mantener políticas de control de la información hasta que sea absolutamente indispensable compartirla, ya que de lo contrario la empresa puede encontrarse con una declaración de nulidad de su decisión. O generar desde el inicio dinámicas de confianza que, ante una situación de conflicto explícito o latente, eviten contenciosos y faciliten el acuerdo. Resulta tranquilizador constatar que un buen número de sentencias acaban avalando decisiones empresariales en procesos de restructuración de alcance importante, basándose en el hecho de que la empresa había compartido desde el inicio buena parte de la información y de la documentación, había actuado con lealtad y buena fe y había mantenido abierta en todo momento la puerta para que los sindicatos realizaran contrapropuestas. Siendo así, ¿quién teme a la negociación y por qué?
¿CON QUIEN NEGOCIAR Y CÓMO ARTICULAR LA INTERLOCUCIÓN?
Una vez resuelta la cuestión del «cómo» queda por ver el «con quién». Y es aquí donde la regulación legal y la jurisprudencia actual han colocado la diana de la controversia especialmente referido a los procesos de negociación reactivos, esto es, los que deben abrirse legalmente con carácter previo a medidas colectivas de flexibilidad interna o de expedientes de regulación de empleo. La reforma operada en agosto de 2013 ha supuesto un complejo entramado de reglas generales y subsidiarias que rigen la constitución de las comisiones negociadoras en estos procesos de restructuración. Esta complejidad se suma a la que de por sí ya supone la diversidad de representaciones sindicales y unitarias en las empresas y de la multitud de organizaciones que pueden tener implantación en los centros de trabajo y en las empresas.
Posiblemente lo más preocupante sea que la complejidad y la falta de definición de algunas cuestiones, está dando lugar a una serie de sentencias en las que se acaba fallando la nulidad del proceso de restructuración, porque la empresa acabó negociando con unos interlocutores que no eran los legalmente habilitados para ello.
La conclusión es clara y meridiana: es preciso planificar adecuadamente cualquier proceso de restructuración que exija período de consultas y hacer un seguimiento de la configuración de la comisión negociadora y de cómo pueden verse afectados los equilibrios de representatividad sindical, en función de las vicisitudes del propio proceso de negociación y de afectación o impacto de las medidas propuestas. Y las cautelas también: pese a que los representantes o los propios trabajadores se irroguen la legitimidad para negociar, deberá verificarse que efectivamente es así. De lo contrario, el riesgo es que pueda declararse la nulidad del proceso, si alguien acaba impugnando el acuerdo y demostrando que no existía tal legitimación.
Parece que a las dificultades económicas y de posicionamiento competitivo que afrontan las empresas, se añade de forma contumaz una normativa legal que, en la mayor parte de las ocasiones, por falta de calidad en su proceso de diseño, comunicación o implantación, acaba generando una gran inseguridad y una mayor tasa de litigiosidad. La pregunta que sigue entonces es: asumiendo que estamos en un modelo de Estado eminentemente intervencionista y normativista, a diferencia del anglosajón, y asumiendo que la ley acaba siendo un instrumento demasiado lineal y demasiado alejado de la realidad y de la diversidad sectorial y empresarial, ¿no sería el momento oportuno para potenciar y promover las habilidades negociadoras, basadas en el entendimiento y en la transacción, para r-evolucionar el sistema de relaciones laborales y convertir a los convenios colectivos en los marcos de regulación no sólo de las condiciones de trabajo, como hasta ahora, sino de todas las reglas relacionales que pauten los procesos de adaptación vicisitudes que puedan sucederse durante su vigencia? ¿No sería el momento de r-evolucionar las fórmulas clásicas de representación en las empresas, para enriquecerlas y hacerlas más permeables a la opinión y a la inteligencia colectiva de todos los que actualmente quedan devotamente sujetos a las decisiones de sus representantes? ¿y, en definitiva, no sería el momento para re-formar desde el punto de vista técnico y competencial a todos los sujetos que intervienen en procesos de negociación?
Está claro que, si seguimos viendo la realidad con los mismo ojos no conseguiremos transformarla. Y si algo nos debe haber enseñado la crisis es que la realidad de nuestras relaciones laborales merece una re-visión.
Esther Sánchez, Profesora de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social en la Facultad de Derecho de ESADE.
Consultora Senior del Área de Laboral de Baker&McKenzie Abogados.
@estsanchezt