Salgo del coche de un amigo. Torradera nocturna madrileña. Compruebo el contenido de los bolsillos de mis bermudas. ¿Dónde está el móvil? Mira en el de la izquierda. No está. Borja ya se ha ido. ¿Y en los de atrás? Tampoco. Última revisión. Cartera sí, llaves también. Me lo he dejado en el restaurante. Subo a casa y cojo el coche. ¿Han visto un móvil blanco? Ni rastro. Incomunicado. Sin embargo, no estoy agobiado. Más por tener que denunciar la pérdida que por la futura falta de contacto. Diez días después todo vuelve a la normalidad. ¿Normalidad?
Curiosa la sensación de volver a lo que hacías hace tiempo. Quedar para recoger a alguien e ir de viaje. Llamas el día antes y ya está. Dependemos de la recontraconfirmación de lo que vamos a hacer. Bajar a la playa sin teléfono. Ya has organizado la mañana. Planificamos a tres minutos. Esperamos a que un whatsapp nos recoloque la agenda. Hablas con tus amigos, con tu pareja, con tus compañeros, con tus clientes cuando es necesario. Resumes, vas al grano ¿Es necesario tener nuestra vida «always-on»? Seguro que me he perdido algún comentario gracioso o el último chiste sobre los griegos. ¿Me he reído más con los que me han contado? No sé, pero me acordaba de los teléfonos fijos de rueda, de las cabinas y de encontrarte con gente por la calle. La tecnología es estupenda, nuestra dependencia, no tanto. Paso palabra.
Feliz fin de semana a todas, todos.
Francisco J. Fernández Ferreras.