La experiencia debería ser un grado

Nacho Torres15 abril 20157min

EXCELLENCE

Albert Einstein decía: “El aprendizaje es experiencia. Todo lo demás es información”. Yo no me atrevería a decir tanto, porque creo que la formación académica es la base para estar en disposición de poner en práctica todo lo aprendido. La experiencia es la comprobación de que hemos comprendido y asimilado los conocimientos adquiridos. Y lo que es más importante, de que funcionan.

Pero la mayoría de los sistemas educativos tradicionales están construidos sobre la formación teórica, sobre todo en nuestro país. Incluso en algunos cursos de postgrado se entiende la formación experiencial como un proceso de teorización acerca de un suceso o una experiencia que han vivido otros, como ocurre por ejemplo con el método del caso. Y claro que es muy útil y funciona, aunque apuesto por ir un paso más allá y complementarlo saliendo del aula.

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Antes de seguir me gustaría definir bien el concepto de ‘experiencia’. A veces se confunde experiencia con vivencia y hay una clara línea que convierte a una en la otra. Una vivencia es aquello que vivimos, aquello que nos pasa, sin más. Una experiencia es una vivencia de la que hemos conseguido aprender algo. Es evidente que hay vivencias que provocan un mayor grado de impacto y por lo tanto aumentan las posibilidades de convertirse en una experiencia de la que podemos extraer un aprendizaje. Lo que no se ha vivido con la intensidad adecuada se olvida.

La formación experiencial técnica es clave para afianzar, practicar y demostrar el aprendizaje teórico. Pero en este artículo me centraré en la formación experiencial de competencias y habilidades, las llamadas non-technicals skills, que afortunadamente cada vez cobran más valor para las empresas y profesionales.

Es cierto que estamos acostumbrados a entender este tipo de experiencias como una mera actividad outdoor o un simple ejercicio de team building. Pero la formación es formación independientemente de si se realiza en un aula, un teatro, una cocina o una pista con caballos; de si se utilizan libros, papel y lápiz, piezas de Lego, cámaras de vídeo o simples cuerdas.

En este tipo de formación trabajamos fundamentalmente con emociones. Ellas son las que nos mueven y nos remueven. Las que sacan nuestras tendencias de comportamiento ante esas situaciones que requieren una cierta forma de afrontarlas y que a veces no conseguimos resolver con facilidad y eficacia. Es entonces cuando entra el desarrollo de habilidades como la asertividad, el sentido de la oportunidad, la empatía, el pensamiento lateral, la flexibilidad, la resiliencia y muchas otras habilidades y competencias que marcan la diferencia entre, por ejemplo, un jefe y un líder. Por eso creo que todos los que nos dedicamos al desarrollo de habilidades necesitamos ser conscientes de la gran responsabilidad que asumimos al trabajar con un “material” tan sensible. No existe nada más contagioso que las emociones. Cada experiencia será capaz de lograr que los participantes hagan sus propios descubrimientos, de generar pequeños y grandes cambios que provoquen diferentes resultados.  Sólo así conseguiremos descubrir nuestras fortalezas y áreas de mejora, aumentando nuestro repertorio de habilidades. Experimentando. Comprobando. Sintiendo… Cada asistente tiene la oportunidad de sentir y comprobar que es capaz de incorporar nuevas competencias y gestionarlas. Esa es la verdadera misión del facilitador.

Sin embargo no vale todo. La formación experiencial tendría que tener el mismo nivel de exigencia y rigor que la académica. Y eso sólo se consigue cuando el método empleado se sustenta sobre un profundo conocimiento de la experiencia de la que se pretende extraer o transmitir un aprendizaje. Se establecen unos objetivos claros, medibles y realizables. Y sobre todo, tienen una indiscutible aplicación en la vida real.

En mi opinión, una experiencia formativa de calidad debe cumplir 7 condiciones fundamentales:

  1. Involucrar al participante en todo el proceso de aprendizaje experiencial.
  2. El verdadero protagonista es el participante, transformando al formador en facilitador.
  3. El facilitador o facilitadores necesitan un profundo conocimiento de la experiencia elegida y la formación adecuada.
  4. Cada experiencia provocará los estímulos necesarios para facilitar y motivar el aprendizaje. No se quedará en una mera anécdota. Y será capaz de generar “anclajes” a los que se pueda recurrir en el futuro.
  5. El programa responderá a los objetivos marcados y se evaluará al final del curso.
  6. El aprendizaje será relevante para el asistente.
  7. Conviene que la estructura sea flexible. La devolución de lo aprendido por parte del facilitador será constante, deteniéndose las veces que sean necesarias para hacer aclaraciones y destacar aquellos momentos en los que se produce lo que llamo “Skin Skills”. Es decir, esos instantes en los que se hace visible la toma conciencia de lo aprendido.

Si la experiencia es un grado… ¿para cuándo un grado en desarrollo de habilidades a través de una formación experiencial? Aunque para ser justos también hay que decir que para lograrlo es necesario aplicar el mismo rigor y nivel de excelencia que en la formación académica. Ese es el reto que se nos plantea en esta materia. Y en ello estamos…

David Russ, Socio Director del Centro de Alto Rendimiento Directivo.


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