En la universidad yo me sentaba al fondo de la clase. Me gustaba poder ver el panorama. Y demostrarme la posibilidad de decidir. No como en el cole. Además eran en pendiente ascendente hacia atrás. Mejor aún. Altura de miras. También me permitía poder despistarme. Sin la mirada inquisitiva del profesor. Y sin la sensación de estar siendo examinado en el asiento. Viendo los movimientos en su conjunto. Y cómo el profesor se desplazaba lateralmente. En la tarima. Entre alguna de las cabezas de mis compañeros. Hacia la derecha. Hacia la izquierda. Y en una de estas, desaparece tras una neblina. Y vuelve a aparecer. Qué curioso. Me froto el ojo. Tendré alguna «mosca volante». Sigo la explicación que estaba interesante. Y vuelve a desaparecer tras un visillo. Como los de la casa de mi abuela. Qué curioso. La pauta es cuando se mueve de derecha a izquierda. Me tapo un ojo con la mano. Me tapo el otro. Lo repito un par de veces. Es mi ojo izquierdo.
Hacía unos meses me había caído una carcasa de cohete en la ceja. De unos fuegos artificiales. Semana grande en Bilbao. Cinco días en el hospital con un derrame interno. Todo color naranja. Tres centímetros más abajo y pierdo el ojo. Hay veces que una medida mínima te cambia la vida. Milímetros, segundos, gramos. No había notado nada. Un ojo compensaba al otro. Hasta que una cabeza me tapó la visión con el derecho. Y veía el elemento móvil sólo con el otro. Como en la vida. Te das cuenta de quién soporta el peso y quién no llega. Por casualidad. Qué curioso.
Feliz fin de semana a todas, todos.
Francisco J. Fernández Ferreras.