Conceptos que el management adopta y adapta

Redacción ORH23 septiembre 201513min

Ya en los años noventa me resultó llamativo que se vinculara la calidad con el mero seguimiento de unas normas procedimentales, dejando a un lado —eso me parecía— la satisfacción del cliente. Salían productos que exhibían su sello-certificado de calidad, pero el cliente no tardó en restarle significado porque entendía otra cosa por calidad y, curiosamente y por ejemplo, se empezó a pensar que ya no se hacían electrodomésticos como los de antes. El concepto de calidad manejado por las empresas parecía diferente del manejado por los clientes. Uno se equivocó una vez y compró en el supermercado una lata de conservas que llevaba un sello de calidad; aunque no descarto que haya procesos conducentes a resultados muy satisfactorios, con o sin exhibición de certificado.

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Enseguida me fui fijando más en los conceptos que se manejaban en el management y el mundo empresarial, y acabé detectando otros casos llamativos de conceptos que habían evolucionado de manera que me parecía artificial; acabé detectando, sí, una especie de semántica a conveniencia. Por ejemplo, en el siglo XXI entendemos ya el liderazgo como una cierta excelencia en la dirección de personas, y el líder aparece como el Capitán Trueno de la literatura del management. Cada autor señala unas cualidades cardinales del líder y este parece casi siempre el héroe, a menudo al margen de fines y medios, e incluso, también a veces, al margen de que sea visto como tal por sus supuestos seguidores. Insisto en ello: se hacen encuestas para decidir cuáles son las más importantes cualidades de un líder, y no se habla apenas de la elección y consecución de las metas, cosa que me parece cardinal.

En el afán de salvaguardar el concepto se ha negado que Hitler fuera realmente un líder (führer) y hasta se le ha llegado a identificar como simple “alborotador” (documento 38 del CESEDEN, 2010). Al parecer, en las organizaciones la cosa es que ser líder sea algo bueno, muy positivo, y hasta se pueden otorgar diplomas de liderazgo; pero hemos sabido de numerosos directivos que, tenidos por grandes líderes, han resultado ser grandes estafadores. Obviamente, la inteligencia puede mostrarse perversa sin dejar de ser inteligencia, y el liderazgo puede servirse del pensamiento graciano o maquiavélico, o simplemente del pensamiento propio, para desplegar manipulación y nutrir intereses espurios.

También en los noventa se empezó a hablar aquí de las competencias. Como se sabe, el competency movement surgió hace más de cuarenta años a partir de un histórico artículo de David McClelland. Este psicólogo americano vinculaba obviamente el concepto de competencia al puesto ocupado: se es competente o no para un cierto puesto, función o situación, que exige determinadas competencias (conductas observables). Para la efectividad no bastaba un currículo brillante y una buena calificación en los tests de inteligencia al uso; había que se ser bueno en todo lo que había que hacer y, en su caso, entrenar cada competencia pendiente para combatir la posible incompetencia.

Por entonces ya sonaba, y no poco, el principio de Peter, señalando que, en las organizaciones, las personas tienden a ascender hasta su nivel de incompetencia. Así era, pero el profesor español Gabriel Ginebra situaba hace cuatro o cinco años la incompetencia sobre todo en los subordinados (“la gestión de personas es fundamentalmente gestión de incompetentes”, “con estos bueyes hay que arar”) aparentemente al margen de los puestos, y en su libro al respecto proponía a los directivos una ciencia de gestionar personas, orientada a cada uno de sus casos principales de incompetencia: el despistado, el distraído, el deprimido, el asfixiado, el bobo, el pasota, el caradura… y, en último lugar, el incapaz (cuyo tratamiento apuntado era la reubicación).

No, quizá no todos optemos por generalizar la incompetencia, ni aceptemos que la dirección de personas consista “fundamentalmente” en gestionar despistados, distraídos, pasotas, caraduras… Aquí uno insistiría sobre todo en vincular en cada caso la competencia o incompetencia del individuo con el puesto ocupado, tanto en directivos como en trabajadores. Si cabe cuestionar el principio de Peter, también acaso el modelo del citado y laureado profesor. Uno se alinearía, sí, con el competency movement.

También en España aplaudimos hace unos años al profesor Michael C. Jensen, por su particular visión de la integridad. Siempre se había vinculado la integridad con una conducta alineada con la ética y la moral, aun a costa de sacrificios personales. Así venía siendo, pero hace pocos años, en un documento publicado por la Confederación Española de Directivos y Ejecutivos, se recogía una formulación de Jensen. La integridad, para este autor, nada tenía que ver con la moral y la ética, y consistía, simplificando, en mantener la palabra dada mientras fuera posible, y explicarlo cuando no hubiera sido posible. Así de sencillo.

Uno sigue pensando que deberíamos distinguir la integridad de la confiabilidad; pero lo cierto es que Jensen fue premiado en España (IESE y Fundación BBVA, mayo de 2011) por sus ideas. Parece que, después de que algún autor (Stephen Carter: “Integrity is expensive”) hubiera destacado que la integridad era cara, parecía gustar en nuestro ambiente empresarial lo de abaratarla.

Otro posible concepto adaptado: el capital humano. Con frecuencia parece haberse quedado en sinónimo moderno de recursos humanos pero, en el origen (uno recuerda aquí, por ejemplo, el libro de Thomas O. Davenport), el concepto ponía el énfasis en la capacidad y protagonismo profesional de las personas, más allá de seguir instrucciones específicas de sus jefes-líderes. Se hablaba del capital intelectual de las empresas… Uno diría, simplificando, que la idea de recursos humanos es a la de capital humano, como la economía industrial es a la del conocimiento. También aquí podrán surgir entre los lectores otros puntos de vista, lo que resultará sin duda saludable.

Sigamos ahora con la innovación, término que quizá también se desdibuja a veces. No basta, no, con que vayamos incorporando las novedades que, en procesos, productos o servicios, generan otros; no basta con la renovación tecnológica, aunque resulte inexcusable; no basta con la mejora continua, aunque deba mantenerse activada. Hace falta auténtica innovación, y ésta supone un salto cuántico y rompedor, una incursión en la terra incognita de nuestra actividad, una extensión de nuestro campo del saber. La innovación genuina supone descubrimiento, hallazgo, novedad valiosa con la que impactar.

Parece que también se ha venido trivializando-adulterando el significado de la estrategia. Al respecto, en Playing to win. How strategy really works (mejor business book de 2013 para Thinkers50), Alan G. Lafley y Roger L. Martin sostienen, en relación con la estrategia, que muchos ejecutivos la limitan a la formulación de la visión, la reducen a un plan, o la perciben como un mero seguimiento de las mejores prácticas.

Se diría que la empresa de cierta dimensión habría de albergar y hasta formular una visión sobre su futuro, con unos objetivos o metas de prosperidad deseadas para el medio-largo plazo. También habría de realizar una elección sobre las políticas, las ideas a desplegar tras aquellos fines, y asimismo sobre los medios específicos (táctica) a poner en marcha, tanto en lo referido a la acción exterior como a la gestión interna de la organización. Todo ello, con una buena dosis de audacia, astucia, afán de logro, inteligencia… En cada empresa, la estrategia vendría a ser en efecto una apuesta de futuro; vendría a ser la solución adoptada para consolidar su posición en el mercado y prosperar. Me gustó, por cierto, El manual del estratega, oportuna obra de Rafael Martínez Alonso.

Sigamos. La responsabilidad social corporativa empezó a sonar con un significado genuino de contribución a la sociedad; luego ya, parece haber resultado más sencillo para algunas empresas (bancos incluidos) convertirla en obra social, en patrocinios… No siempre se respetan las expectativas de los clientes y los empleados, no siempre se atiende a la legislación y las obligaciones fiscales, no siempre se sirve debidamente a la sociedad; pero a veces se exhibe alguna actuación social. Hay, claro, empresas ejemplares y socialmente responsables, en efecto; pero otras, incluso aunque lo proclamen, no lo estarían siendo en suficiente medida.

Otro término. Cuando lo que empezó a sonar, mediados los noventa, fue la gestión del conocimiento, los directivos tenían que utilizar el nuevo buzzword y a menudo le daban el significado que más les convenía. En ambientes de formación, se convertía en una especie de gestión del aprendizaje. En realidad y como es sabido, venía, por una parte, a constituir un paso firme en la superación de los muchos problemas que se venían detectando en lostradicionales sistemas de gestión de la información y, por otro lado, venía acompañando, caracterizando, a la emergente economía del saber. Hay más que decir, pero en verdad parece haberse desdibujado con frecuencia este concepto, como otros.

La destreza informacional resulta cardinal en la sociedad de la información, pero se confunde a menudo con la destreza informática o digital. Hay que saber manejarse con las herramientas, pero especialmente hemos de manejarnos bien con la información, antes de traducirla a conocimiento para condicionar nuestras acciones. Se trata de ser consciente de la necesidad de informarse, de desplegar búsquedas, de interpretar, de evaluar, de contrastar, de sintetizar, de conectar… No, no podemos dar por buena toda la información que nos rodea, ni interpretarla con ligereza, ni desplegar inferencias con precipitación.

Entendamos debidamente la idea de destreza informacional, inexcusable, desde luego, en el aprendizaje permanente. También habíamos aludido a la comunicación. Son muchas las empresas que creen haber desplegado una buena comunicación interna, simplemente porque organizan frecuentes actos litúrgicos de comunicación. Luego, la comunicación falla de manera cotidiana entre niveles jerárquicos, en las reuniones, entre diferentes departamentos… Falla incluso en los propios actos litúrgicos, en que a veces parece ofenderse la inteligencia de los convocados, que en ocasiones se sienten obligados a, digamos, comulgar con ruedas de molino. Y es que la distancia entre el liderazgo y la manipulación… No, no hay gran distancia; quizá a veces hay solape, si no hay, incluso, gran coincidencia.

En fin, no es que la cosa sea muy grave en sí (lo de adaptar los conceptos a conveniencia) aunque resulte reveladora, pero convendría unificar el lenguaje y respetar lo genuino de los conceptos. El lector podrá asentir o disentir —obviamente— ante estas reflexiones traídas, pero convendrá seguramente en que sería bueno que todos interpretáramos igual éstos y otros términos tan repetidos. ¿Es que ni siquiera entendemos lo mismo por profesionalidad acaso para poder sentirnos todos más profesionales?

José Enebral Fernández, Observador del Management


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